Un día que hablé yo de Balbec delante de Swann, para averiguar si, en efecto, desde aquel sitio era desde donde mejor se veían las grandes tempestades, me dijo:
– Ya lo creo que conozco a Balbec. Tiene una iglesia del XII y el XIII, medio románica, que es el ejemplo más curioso de gótico normando, tan rara, que parece una cosa persa.
Y me dio una gran alegría ver que aquellos lugares, que hasta entonces me parecían tan sólo naturaleza inmemorial, contemporánea de los grandes fenómenos geológicos, y tan aparte de la historia humana como el Océano o la Osa Mayor, con sus pescadores salvajes, para los cuales, como para las ballenas, no había habido Edad Media, entraban de pronto en la serie de los siglos, y conocían la época románica, y enterarme de que el gótico trébol fue también a exornar aquellas rocas salvajes a la hora debida, como esas frágiles y vigorosas plantas que en la primavera salpican la nieve de las regiones polares. Y si el gótico prestaba a aquellos hombres y lugares una determinación que antes no tenían, también seres y tierras conferían, en cambio, al gótico una concreción de que carecía antes. Hacía por representarme cómo fue la vida de aquellos pescadores, los tímidos e insospechados ensayos de relaciones sociales que intentaron durante la Edad Media, allí apretados en un lugar de la costa infernal, al pie de los acantilados de la muerte; y parecíame el gótico cosa más viva, porque, separado de las ciudades, donde siempre lo imaginaba hasta entonces, érame dado ver cómo podía brotar y florecer, como caso particular, entre rocas salvajes, en la finura de una torre.
Me llevaron a ver reproducciones de las esculturas más famosas de Balbec, los apóstoles encrespados y chatos, la Virgen del pórtico, y me quedé sin aliento de alegría al pensar que iba a poder verlos modelarse en relieve sobre el fondo de la bruma eterna y salada. Entonces, en las noches tempestuosas y tibias de febrero, el viento, que soplaba en mi corazón y estremecía con idénticas sacudidas la chimenea de mi cuarto y el proyecto de un viaje a Balbec, juntaba en mi pecho el anhelo de la arquitectura gótica y el de una tempestad en el mar.
Fragmento de En busca del tiempo perdido (1913), de Marcel Proust / Seleccionado por AAAA magazine /
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